Mediación en las Sucesiones
La mediación es un recurso indispensable en los conflictos de familia donde los choques de intereses, potenciados u originados en alteraciones emocionales, suele llevar a las partes a litigios costosos en dinero, en tiempo, y en dolor.
En las sucesiones nos encontramos también con una familia cuyos conflictos afectivos pueden llegar a desencadenar reclamos judiciales que un mediador podría evitar o morigerar.
La diferencia entre ambos tipos de conflictos familiares es que en la sucesión hay un muerto, mientras que en los divorcios, tenencia, etc., hay un cambio. Un cambio desgarrante que suele implicar un duelo por la pérdia de una convivencia, de hábitos cotidianos, de recursos económicos, etc., pero que no se trata de la ausencia definitiva de una persona física. Para saber qué lugar y tareas tiene que desempeñar el mediador en los conflictos sucesorios, a diferencia de los otros conflictos familiares, tenemos que analizar previamente qué le ocurre a los herederos con la muerte del ser querido al que suceden.
I.- LA VIDA FAMILIAR Y EL DUELO
Todos fuimos criados en una familia. Nuestra personalidad se fue haciendo en el vínculo con ese conjunto de personas, que fueron conformando nuestros sentimientos y valores. Podemos por ello decir que somos, en nuestra individualidad, una familia. Somos nuestros padres y hermanos. Somos, también, nuestros tíos y primos. Más aun, somos con frecuencia las sirvientas que estuvieron en nuestra casa cuando chicos. Este “somos” puede resultarnos inaprehensible porque abarca nuestros hábitos y sentimientos, que solemos considerar algo exclusivo e individual. Así, lo que hacemos y sentimos, en el sentido que estamos hablando, “son” esos parientes que nombramos y también los que sin serlo estuvieron cerca nuestro, es decir, lo que ha quedado de esa relación dentro nuestro porque de algún modo nos marcó.
Suele decirse que la familia es el lugar del amor. Y es verdad...pero sólo en parte. Es en efecto el lugar del amor en cuanto es el medio cuyo amparo –entendido como amor- permite que uno siga viviendo: nos alimenta, nos abriga, nos consuela, en fin, nos da lo indispensable para no morir.
Sin embargo en la familia también se odia.
Cuando eramos pequeños y hacíamos lo que nuestros instintos nos reclamaban, nuestros padres nos frenaban. Nos decían que no.
Estos límites hieren al niño al impedirle la satisfacción que buscaba. Entonces no tiene que sorprendernos que su reacción ante el “no” del adulto sea en contra, aunque el día de mañana ame esos límites.
Y como los adultos solemos tener mala memoria de nuestra historia infantil, podemos ver en los niños que este “no” suele motivarles un berrinche, o cuando el niño es muy tímido o reprimido, una tristeza.
Este sentimiento en contra del límite que surge en el niño es el odio. El odio, que tiene tanta mala prensa, resulta ser un sentimiento tan originario como el amor. Pero este odio, no es contra la la palabra “no”, es contra la persona que se lo dice y que se lo puede imponer en los hechos.
Así, el amor y el odio adquieren carta de ciudadanía en nostros en el seno de nuestra familia.
Pero están también los otros sentimientos que, aunque no lo queramos admitir, los aprendemos también en nuestra infancia. Hablo de los celos y la envidia.
Un niño siente celos cuando la madre le regala algo a su hermanito y no a él. También envidiará ese regalo y aún sentirá una gran satisfacción si el hermanito lo pierde. En fin, todos estos sentimientos pasan en la familia con todos y entre todos sus integrantes y aun con los que no lo son pero forman parte de la vida cotidiana familiar.
Pero además, como nuestro tema es la sucesión, debemos tener en cuenta otro componente muy importante en este “ser nuestra familia”: todos los que nos rodean son un modelo para nosotros, un espejo que aspira dejar su rastro en nosotros.
El niño quiere ser comerciante como el padre, la niña quiere ser madre como su madre y comerciante como su padre y cocinar como María, la sirvienta de su casa que su padre mira con cariño como a la niña le gustaría que la mire a ella. Este “querer ser”, que no es conciente y les pasa a los niños y aun nos pasa en nuestra vida adulta, implica estar en el lugar de ese otro, reemplazarlo, ocupar su espacio en el mundo, es decir, sustituirlo físicamente. Sin darnos cuenta vamos haciendo esa sustitución al incorporarla como rasgos de nuestra personalidad. Empezamos a actuar y a jugar que actuamos como lo harían esos espejos. Así, vamos creciendo y siendo a imagen y semejanza de ese conjunto familiar que habrá de dar en cada uno características semejantes y también diferentes, como un caleidoscopio donde la simetría es el razgo de todas sus figuras pero donde es imposible hacer dos figuras idénticas.
Esos otros como los que “queremos ser” son, como antes vimos, seres que amamos y que odiamos. Cuando “somos como ellos” satisfacemos nuestro amor, porque es lo más cerca que podemos estar de ellos, pero también los estamos reemplazando, aunque sea en nuestra propia subjetividad, y con esto satisfacemos el odio, en cuanto los hacemos, imaginariamente, “desaparecer”. En este odio se expresan esos rechazos infantiles ante los límites que ese otro nos imponía. Es nuestro “no”, a su “no”. Es la venganza por ese dolor que alguna vez nos inflingió. Pero como la venganza es hacia alguien a quien también amamos, sentimos culpa. Y en algunos casos extremos, cuando ese ser amado muere, el deudo puede sentir culpa porque esa muerte es la mayor satisfacción que su odio puede sentir. Entonces, inconscientemente, llega a pensar que su odio fue el que lo mató. La culpa que siente en estos casos es inmensa y toda su actitud ante la herencia será en la dirección de conseguir un castigo, o de negar esa muerte para atemperar su autoincriminación. En ambos casos sus pasos serán, a la luz del derecho y del sentido común, irracionales, incomprensibles y hasta aberrantes.
Podemos imaginarnos qué les ocurre a los herederos cuando fallece el padre o la madre, ante el enjambre afectivo que los vincula con el muerto y entre ellos. Están los que corren y se apropian de algunos de los modos de ser del muerto y entonces “son el muerto”, aunque sea en esos razgos de los cuales se apropian. Con ello, con frecuencia, niegan que haya muerto, como si la vida del deudo se mantuviera con la propia vida. Otros se sienten atormentados como si ellos –su odio-le hubieran dado muerte. Otros más pretenden, sin saberlo, retener un trozo del cuerpo del difunto, proyectado en alguno de los bienes que reclaman del acervo.
Todo esto, que es muchísimo más complejo de lo que acabo de esbozar, es el “otro mundo” que existe en toda sucesión, que se transfiere a los bienes y el dinero que dejó el muerto. Es el mundo que el mediador en los conflictos sucesorios tiene que conocer para poder escuchar a cada uno de los deudos con el fin de permitirles resolver sus conflictos mediante un acuerdo.
II.- LA TAREA DEL MEDIADOR
El objetivo del mediador es permitir que las partes en conflicto arriben a un acuerdo. Para lograrlo en los conflictos sucesorios ¿cómo debe actuar?
Sabemos que cada caso tiene características singulares que con frecuencia tornan ilusiorias las pautas que se pueden brindar de manera general. Esto nos indica que el mediador debe, como primera medida, dejar de lado toda rigidez en cuanto a la aplicación, sí o sí, de lo que aprendió en todos los cursos de capacitación. Una de las rigideces que es mejor olvidar es la de condicionar su actividad a la concurrencia de todas las partes imvolucradas. No sólo debe tolerar la ausencia de algunos de los involucrados a la primera reunión - en la que se hace el contrato respecto de su tarea-, sino que puede ocurrir que alguna de las partes no concurra nunca, y aun así, seguir mediando. Por otro lado el conflicto puede resolverse de manera parcial, tanto referido a no abarcar a todos los que están involucrados en él, como a los puntos conflictivos. Por ejemplo, en un divorcio las partes pueden llegar al acuerdo en todo menos en el régimen de visitas de los hijos menores, o en la disolución de la sociedad conyugal, o en el monto de la cuota alimentaria, que deberá resolverse por vía judicial. En un sucesorio, los acuerdos respecto de todos o alguno de los conflictos, pueden excluir a algunos de los interesados, respecto del cual puede tornarse inevitable la vía judicial.
¿Cómo actuar? Si se puede conovocar a todas las partes para comenzar la tarea, a veces sirve y otras no: depende del modo en que venga el pedido de mediación, y también si hay sospecha de violencia manifiesta entre los involucrados. Lo aconsejable es que el mediador hable, inicialmente, con cada parte por separado. Pero un habla que tenga en cuenta que en los reclamos e intereses de esa parte, opera como elemento perturbador el mundo afectivo del que hablamos en el punto anterior. Ese escenario emocional suele actuar de manera oculta, es decir, la persona puede no saber, o no saber hasta qué punto, eso afectivo, ese duelo por el deudo, esa rivalidad con alguno de sus hermanos por el amor del muerto, juega un rol tan decisivo, que le hace exigir lo que está exigiendo, o con la vehemencia con que lo hace. La rigidez que decimos que no debiera tener el mediador, con frecuencia afecta a los que a él acuden.
Mientras ese aspecto emocional no pueda ser puesto en escena, a la parte afectada le resultará casi imposible modificar su posición, o la rigidez en su posición y sus reclamos. Para que pueda darse a conocer eso perturbador, el mediador tiene que estar dispuesto a que esa persona hable. Pero no sólo de lo que hace a su interés manifiesto, sino que pueda aflojarse y hablar libremente, como si estuviera con un amigo en una mesa de un café. Si el mediador tiene sensibilidad como para escuchar, la persona tendrá oportunidad de poder expresarse. Un paso más que deberá poder dar entonces el mediador, será el de señalarle algunas cosas de eso afectivo que le perturba. Si lo consigue, y lo hace de tal modo que el afectado lo pueda escuchar, logrará que eso emocional deje de presionar de la manera en que lo viene haciendo y permitirá que la parte pueda modificar su rígida posición. Cuando lo emocional puede ser “puesto en su lugar”, es decir, vislumbrado por la parte a quien le afecta, lo económico del sucesorio recuperará su sentido que hasta ese momento estaba invadido por un sentido “oculto” proveniente del mundo afectivo. Si lo afectivo encuentra un camino alternativo a estar “pegado” a lo económico, el cliente podrá llegar a discernir su interés económico de manera más objetiva. Recién en esta posición estará en condiciones de llegar a un acuerdo con los demás herederos.
Asimismo se debe contemplar que, con frecuencia, alguno de los herederos rechaza toda posibilidad de acordar. No se debe descartar que el que rechaza se hace cargo del componente afectivo que invade a todos los herederos. Si alguien se hace cargo del conjunto, se debe contemplar la posibilidad de que siguiendo las conversaciones con los demás –suponiendo que quien rechaza tampoco quiera reunirse con el medidor-, se pueda modificar la actitud del obcecado. No debe olvidarese que entre los parientes, aun cuando estén cortados los vínculos, continúan los contactos indirectos, sea a través de parientes más lejanos pero con los que mantienen aun relación, sea a través de amigos comunes.
También se tendrá en cuenta que en la ruptura que con frecuencia se produce entre los herederos, existe un beneficio psíquico muy importante, en el sentido de que en la culpa que se le tribuye al otro con el cual se rompió, suele transferirse el componente de culpa que el acusador puede padecer ante el muerto. Así, el echarle la culpa al otro significa para él una exculpación, con el alivio consecuente. En estos casos el mediador deberá redoblar su tarea intentando que el heredro acusador pueda expresar algunos de sus sentimientos respecto del muerto, cuyo duelo le cuesta elaborar.
Por último, la posición de prescindencia del mediador no significa que no sienta cosas por unos y por otros. A veces simpatía, otras rechazo por considerar injustas ciertas pretensiones. El mediador puede sentir todo esto sin violar su obligación de ser imparcial, si encuentra un espacio donde elaborar estas cosas que siente. Ese espacio se llama supervisión.